Tres historias canarias: el día que conocí el Morelos
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En fútbol se guarda la mística de la fiesta, el gol es la figura a alabar y el estadio se vuelve el tempo del aficionado.
Morelia, Michoacán. Ayer les contaba la historia de cómo una torpeza me hizo conocer cómo se vive una final desde la cárcel, hoy les cuento una historia más familiar, el cómo alguien muy cercano conoció el Morelos.
Mi amigo, al que nombraré Julián, en este caso sí para guardar anonimato, un fiel apasionado del Morelia, lo conoció en este inter ente Monarcas y Morelia, para él el cambio no lo recuerda del todo, me dijo:
A mi el fútbol no me gustaba, eso de Monarcas y Canarios no lo recuerdo, yo estaba clavado en el basquet. Mi papá llegaba en la tarde noche del trabajo, con tacos de Doña Pili, cuando todavía vendía en la Poza Rica, y nos poníamos a ver el Chicago de Rodman, de Pipen y, obvio, Michael Jordan.
Poco o nada me interesaba ir a un estadio de fútbol. La verdad ya no recuerdo bien la época, era muy chico, me acuerdo de cosas que fueron importantes como los Toros y mi primer juego en el Morelos…
Como ya dije, poco o nada nos importaba el fútbol, pero un día mi padre llegó con la novedad de que al día siguiente íbamos a ir al Estadio. El equipo había nombrado ese día como “el día del aficionado”, ese día lo amábamos, bueno, fueron sólo dos tres, pero lo amábamos. Se supone que era el día en que presentaban al equipo ante toda la afición y por eso, era gratis jajajajajaja…
Sí, yo se que a la gorra no hay quién corra, pero de verdad, ¿de qué otra forma iba un aficionado, fiel a los Chicago Bulls, a fijarse en el equipo de fútbol de su ciudad?.
Los “días del aficionado” eran un “festival”, donde Morelia jugaba con un equipo grande y aveces venía un espectáculo de medio tiempo, por lo regular de la Academia, y por ende, cobraban más… Ya después nada más cobraron más, porque venía un grande, y el aficionado pasó a segundo término.
Pero ese día no se me va a olvidar nunca. Mi papá nos levantó muy temprano, nos dijo que nos cambiáramos y que desayunáramos, yo obvio me puse mi conjunto blanco y de rayas de los toros. Llegamos temprano, Morelia era una ciudad chiquita en aquel entonces, nunca había ido a la Ciudad de México, así que lo que vi en aquel entonces me llevó a otro mundo.
La gente llevaba colgada de los camiones, en camionetas con cajas repletas de extraños, pero conocidos porque le iban al Morelia. Nosotros llegamos en una camioneta de esas, un señor le gritó a mi papá, “si va pal Estadio yo lo llevo” y nos subimos, una señora me jaló para sentarme en sus piernas y no me fuera a caer, yo me quería ir como mi hermano, sentado en la orilla de la caja.
El señor nos dejó en la entrada principal, mi papá se bajó para echarle aguas para que se metiera al estacionamiento, pero el chofer no se quiso meter, dijo que todavía alcanzaba a echar otro viaje y llevarse más gente.
El camino al estadio estaba repleto de gente, muchos con sus banderas, muchos más, como nosotros, sin los colores del equipo, buscando algo que nos pusiera a tono rojo y amarillo. A mí le pintaron una banderita en el cachete, a mi hermano le compraron una playera, pirata obvio, que iba a ser su regalo de navidad y cumpleaños, yo no quise gastar esa bala y me conformé con mi banderita en el cachete.
Nos pasamos sin necesidad de boleto ni nada, me imagino que así vio Jesús a los fieles el domingo de ramos. Todos entrábamos sin problema, unos con unas tortas, otra con refrescos y algunos más solo con su bandera.
De camino a la entrada gritamos como diez veces la porra, un señor en una esquina comenzaba, “A la bio… a la bao!!!” y todos contestaban “MORELIA, MORELIA RA RA RA!!!”. La primera vez que pasó, todos en mi familia no sabíamos qué hacer, pero después de unos tres intentos ya hasta mi mamá gritaba.
Mi papá se aventó el “A la bio… a la bao” en la puerta del estadio y yo comencé a gritar, “Morelia, Morelia, Morelia…” una y otra vez hasta que entramos, eso era impresionante, tanta gente vestida de rojo y amarillo, feliz, alegre, como en un lugar donde todo fuera felicidad pura…
Llegaron los chavos de la porra, con sus banderotas, cantando y brincando, como si fuera un ritual de esos que vemos en Discovery Channel, una señora que hablaba raro también gritaba, todo era gritos y porras, como un mercado gigante donde todo era ruido.
De repente el ruido se hizo más grande, estalló al unísono en un grito eufórico “Aaaaaah!!!!…” dijo la gente y las bocinas del estadio comenzaron a reproducir el sonido de violines, al tiempo que una persona cantaba el Juan Colorado. El equipo había entrado a la cancha…
Luego el sonido nos dijo “¿CÓMO RECIBE MORELIA AL TOLUCA?”, mi hermano y yo brincamos, porque pensamos que celebrarían como se hizo poco antes, pero un “BUUUUU” abrumador nos mandó de regreso al asiento, mi hermano, mayor y menos penoso, tuvo la atinada idea de cambiar su “Eeeeeeeh…” por el ahora solicitado “BU”, yo nada más me llevé los pulgares a la boca, como queriendo que se me votaran los dientes.
El juego comenzó y mi papá me decía que viera el partido, pero a mi me llamaba la atención un señor de más abajo que gritaba porras con un sobrero gigante, rojo y amarillo, lleno de banderas y lo que parecía ser muñecos… Muchos fueron los regaños de mi papá para que viera el partido, pero entonces un señor vestido de mujer, de güare, sabía que era un señor por su barba, comenzó a gritar porras y el señor del sobrero le contestaba más fuerte, entonces el otro señor volvía a gritar y así, como metidos en un bucle infinito donde no habría ganador…
Pero un grito en conjunto los hizo callarse “GOOOOOOOOOOOOOL!!!”, gritaron todos, borrando al señor mujer y al del sombrero en una multitud de personas, en eso una bolsa de semillas me pegó en la cara, picándome el ojo y haciéndome llorar…
Mi mamá me abrazó un buen tiempo, al mismo tiempo que se comía las semillas que me pegaron. Mi llanto se convirtió en gimoteos y ella pudo meterse más en el jugo, a tal grado que no se sentaba del todo en la barra de cemento que servía como grada, su trasero se suspendía entre estar parada y estar sentada, mientras sus manos empuñadas apretaba una servilleta de una torta de carnitas que había comprado antes de entrar al estadio.
A mi me dio hambre y le dije a mi papá, pero me dijo que ya casi era el medio tiempo, que me esperara, pero llegó el medio tiempo y mi papá solo trajo cerveza. Una señora que estaba abajo escuchó mis quejas y de su bolsa sacó una torta, la mejor torta de frijoles con queso y rajas de chile en vinagre de mi vida…
La vida en el estadio no era lo mismo que ver a los Toros en la tele, la gente gritaban y cantaban, Morelia perdió ese día contra Toluca, pero no importaba, salimos gritando porras y cantando, como embriagados por una fabulosa fiesta.
Al día siguiente mi papá nos compró playeras a todos, mi hermano, que había gastado dos regalos en la suya, nos vio como con coraje, pero se contentó cuando mi papá sacó una con un puñito rojo en el centro:
– Ay Jesús, esa está bien grosera para el niño.
– Ay Chaparrita no es lo que te imaginas – le dijo mi padre entre risas y burlas – es una manita haciendo fuerza, como sacando el conejo.
Fue la prima vez que tuve una playera de fútbol. De ahí no dejamos de ir al estadio, mi papá, mi mamá y mi hermano. Compramos bonos, boletos y aveces nos regalaban cortesías, nos compramos las playeras, bufandas y todo, ese día vivimos la fiesta más linda de todas y no quisimos volver a perdernosla nunca…
En el “Laberinto de la Soledad” Octavio Paz habla de la fiesta y los dice que esta:
“Nos ofrece un presente redondo y perfecta danza y juerga, de comunión y comilona con los más antiguo y secreto de México. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se reconcilian”
El fiesta del futbol tiene mística, pasión y alegría. La fiesta que conoció Julián lo embriagó de rojo y amarillo, y lo cautivó el día que el Morelia perdió con Toluca, en un verdadero día en que la afición se fusionaban con el equipo.