La última de esta zaga conmemorativa por el regreso del canario. Cerramos con una historia que atenta contra el pudor y la decencia.

 

Morelia, Michoacán. Las tres historias que contaré en esta zaga son diferentes entre sí, pero comunes, con un cuadro michoacano que amalgama emociones, el suspenso de tener tu vida pendiendo de un marcador, la ilusión de conocer un estadio de fútbol y… por último, cerraré esta entrega con la vergüenza que puede nacer del deseó de “revisar” los baños del estadio, junto a tu bien amada…

De las tres, esta fue la única historia que me tocó vivirla, todavía no como reportero o como cronista, más bien como trabajador del estadio. En los tiempos en que estudiaba en la facultad de letras, una muy querida amiga mía me platicó que había encontrado trabajo en el estadio, un amigo de ella le había dicho que fuera a una entrevista, y ella a su vez me invitó a mí.

Luego de un examen psicométrico y un pequeño entrenamiento, cada quince días nos pagaban 250 pesos por irle a machetear al estadio. Para mí, que en ese entonces no me interesaba el fútbol, era bueno tener un dinero extra para gastar y, para fines práctico de esta columna, algunas futuras historias que contar.

El amigo de mi amiga, al que nombraré José (hoy más que nunca para conservar su anonimato), terminó por ser mi amigo también, sobre todo porque, como dicen los sabios, “Morelia es un rancho y aquí todos se conocen”, José era mi vecino, un muchacho que vivía desde chico calles debajo de mi casa, pero hasta este trabajo jamás habíamos platicado.

En un regreso en taxi después de una jornada de trabajo, José me platicó que había una chica que le llamaba la atención, otra trabajadora eventual, como nosotros. Era una chica chaparrita, de tez blanca, sonrisa risueña y unos abultados cachetes que le hacían más rasgados sus pequeños ojos verdes.

José sabía que le gustaban, pero como dato adicional, también sabía que a ella le gustaba él, ¿cómo?, pues muy fácil… me contó que en alguna ocasión tuvieron que ir a bajar unas banderas de la parte alta del estadio, fue en un juego nocturno, de esos que se daban entre las 8 y las 9 de la noche, hacía frío y casi no había gente, por lo que cuando subieron por lo alto de la rampa de plateas, a José no se le hizo raro que la chica le dijera: “hay hazme un campito, que me estoy congelando”…

Lo que llamó la atención de mi muy despistado amigo fue cuando la chica, además de cobijarse en sus brazos, tomó sus manos y las colocó en una parte de su anatomía, que a José le permitió sentir una suavidad gloriosa y el fuerte latir de su corazón. Mi amigo no supo qué hacer, lo embargó la vergüenza y al mismo tiempo, el miedo de que otra parte, esta vez de la anatomía masculina, le hiciera pasar un ridículo revelándole a la chica qué le hizo sentir ese “abrazo”.

El ser con dos cabezas, cuatro patas y una chamarra en que se convirtió José y su amiga, duró poco, pues unos aficionados madrugadores les hicieron separase, preguntando “¿dónde es la entrada a plateas poniente?”

El trabajo era relativamente sencillo, por eso nunca nos quejamos de la paga, lo difícil eran los momentos previos al juego y quizá 15 o 20 minutos de ya iniciado el partido. El abrazo de José y su amiga se dio en el inicio de ese tiempo, por lo que de momento se quedó allí.

Miradas furtivas, indirectas, sonrisas, chistes y pequeños abrazos, como no queriendo, fue todo lo que tuvieron estos en los partidos siguientes. Una pregunta que siempre tuve y nunca me contestaron fue, ¿por qué diablos esperar al partido, si vivían en la misma ciudad, a sólo una combi de poder verse?…

En aquella ocasión Morelia llegó a la Liguilla, lo que significaba que cada partido podía ser la última oportunidad de verse. Quizá eso fue lo que motivó a mis amigos, pues en un partido de cuartos, cuando todos se iban festejando el triunfo de Morelia, y ya que a nosotros nos ponían a recorrer las gradas, para checar que nadie se quedara en el Morelos, ellos aprovecharon un descuido para irse a besar detrás de las puertas de entrada, que, bien abiertas, formaban una esquina perfecta para ocultarse.

Cuando nos pasaron lista para entregar el uniforme y despedirnos, pensé que José y su amiga no aparecerían, pero para mi sorpresa, cuando dijeron sus nombres ella se acercó como si nada y entregó su uniforme. Mi amigo hizo lo propio con el suyo.

Todavía hubo otro partido. Los amantes agarraron práctica, esta vez ni yo supe dónde se metieron, hasta que José, con su muy típica impertinencia, me contó en el taxi que habían descubierto que la gente de de plateas oriente se iban muy rápido, además, pocos entraban al baño, por lo que los baños de mujeres un lugar ideal para darle vuelo a sus besos.

El torneo terminó para Morelia, pasó el tiempo y no coincidí con José, hasta el siguiente torneo, que supe que su amor no se había concretado fuera del Estadio Morelos, ¡no se habían visto en todo ese tiempo en que no hubo partido!.

No sé si eso o la inmaculada impertinencia de mi amigo, fue lo que los hizo tomar la decisión más tonta de su vida esa noche. Cuando pasaron lista, a mi amiga y a mi nos sorprendió mucho cuando dijeron sus nombres y no aparecieron, eso no era de ellos. El jefe siguió la ronda, terminó la lista, los volvieron a mencionar y no volvieron a aparecer.

Como era el protocolo, que nunca seguimos al pie de la letra, nos mandaron a todos a realizar un nuevo recorrido, pero ahora buscando a este par de salvajes. Arriba, abajo, en plateas, en cancha, los buscamos por todos lados, hasta que de pronto, un muchacho, más eventual que nosotros, nos dijo: “ya los encontraron, andan en los baños por donde trasmiten”…

Subimos todos, como no dicta el protocolo, y en la puerta de los baños nos encontramos, después de sortear a una bola de gente, a José sin camisa y con una sonrisa nerviosa. Le preguntamos qué pasaba y nos comentó que a su novia le habían dado ganas de ir al baño y se había quedado atorada.

Efectivamente, la chica estaba adentro del baño, pero ¿por qué José no traía camisa?, según él, en un intento desesperado por rescatarla, había puesto su camisa en el suelo para ella se arrastrara y no se llenara de lo que fuera que había en el suelo. Todo bien, era una explicación que encajaba, aunque no convenciera ni al más ingenuo de los que estábamos ahí, pero fue la versión oficial, por esa noche y varios años.

Luego de que sacaron a la chica del baño no se volvió a hablar de eso, José y su amiga se comenzaron a ver fuera del trabajo, como personas normales. Se hicieron novios, pero su relación duró menos que lo que el Morelia en liguilla. A mi la verdad la historia se me olvidó, pero, como diría mi abuelo, de todo lo malo sale algo bueno.

En mitad de esta pandemia platiqué con mi amigo de nuevo, nuestra charla giró en torno a cómo vimos crecer el Morelos, desde nuestros primeros días, hasta que dejamos de tener tiempo para ganarnos 250 pesos. Entonces mi amigo se centró en una declaración de un “periodista consagrado”, esos que tiene que decir cosas para quedar bien y comer. Le dije:

  • ¿Cómo ves mi Pepé, hasta con los baños se metieron?
  • Jajajajajaja los baños eran de primer mundo eso a mi y a ella nos consta…

Varios años después por fin supe la verdadera historia. Resulta que la inocencia de José no era tan inocente. Aquella noche querían llevar su relación al siguiente nivel, a un plano más carnal y, sobre todo por el lugar, más sucio, así que se metieron a los baños. Los besos por aquí, las manos por allá, él se quitó la camisa, esa le desabrochó el cinturón, él quiso levantarle la blusa y ella escuchó que alguien gritaba afuera, “Morelia, Morelia, RARARAR…”, él no escuchó nada, ella lo aventó afuera del baño y le dio el cerrón a la puerta…

Una familia salió de su palco, feliz por el triunfo del Morelia, José se asomó poquito hasta que estuvo seguro para decir “ya se fueron, córrele para llegar a la lista”. Empujó la puerta, ella la jaló de adentro, pero ninguno de los dos la hizo ceder. José le dijo “pásame la playera, deja les hablo a los otros para sacarte”, ella le dijo “No, ¿qué van a pensar?”. Ahí fue cuando me di cuenta que los nervios nos hacen quedar como tontos, pues si le hubiera pasado la playera, la historia del baño hubiera sido más creíble.

La cosa es que no lo hizo y José, desesperado, comenzó a patear la puerta. El sonido de su bota contra el metal hizo el ruido sólido que alarmó a los otros para saber dónde estaban. El coordinador llegó cuando José se colgaba de la puerta para darle la mano y, según él, jalarla para afuera, en ese tiempo el chico eventual nos dijo donde estaban, y sólo pasaron uno minutos para que la historia fuera la misma de la que nosotros fuimos testigos.

Cuando comencé la columna les dije que existe la historia que se vivió y la historia que se cuenta. Hasta hoy la verdad sobre esta historia sólo la conocían las personas que la vivieron, nosotros sabíamos solo la historia que nos contaron. José me dio permiso de contar a mi modo su historia, cambiando a placer los detalles que yo creyera pertinentes para volverlo a él y a ella irreconocibles, ni por las personas que vivieron junto a nosotros esa historia, ni por otros que les pudiese incomodar. Pero al final, la historia sucedió. La próxima vez que vayan al Estadio Morelos, busque en plateas poniente si hay un baño de mujer con la puerta aboyada… pensándolo bien, quizá a esa puerta se refería aquel “periodista consagrado”…

Así cerramos esta primera zaga homenaje de la columna, a minutos de comenzar una nueva historia del equipo, a permitir que de nuevo nos deje vivir historias llenas de emoción y pasiones; a que la fiesta del fútbol inunde la ciudad y a cada uno le haga vivir una historia que después pueda contar…