
El partido de Diego ha terminado y el mundo se desbarata en lágrimas, como la lluvia que inunda aquel campo de futbol donde todos, incluso él, hemos soñado con alcanzar la gloria eterna…
Un niño, iluminando por un rayo de luz, como señalado por el amor infinito de Dios, envuelto en lodo, lluvia y pasión por volver a hacer rodar esa pelota que tiene en sus manos, a pesar de la lluvia, del hambre, del dolor físico y de cualquier impedimentos humano; ese niño, que ve a los suyos como guerreros de barro, luchando por cualquier cosa, un refresco, una pelota de goma, un par de dulces o papas, una medalla de metal reciclado, de chocolate… o simplemente, que por un momento sea el más grande campeón del barrio… esa imagen, la más noble, bella e inocente del futbol…
El balón se mueve y la gente se estremece, el párroco del pueblo se lleva las manos a la cabeza, implorando el milagro divino; la madre orgullosa se aprieta la blusa, desesperada porque el hijo llegue a la meta contraria; el entrenador se rompe la garganta y ya sin voz sólo en su mente se escucha a gritos “¡¡¡CORRE MUCHACHO!!! ¡¡¡CORRE!!!”; por un minuto, el tiempo se congela, la lluvia se detiene, las gotas se vuelven diamantes zurcidos en la tela infinita de la realidad, la vida de esas personas ya no perteneces al tiempo, ya no se mueve por la tiránica aguja del reloj, sino por el ritmo de una pelota de cuero.
Pero la vida, como el futbol, no siempre es una película romántica, el defensor se barre y la cara va a estrellarse al lodo, el fango invade cara poro, el barro inunda la lengua, el sabor a fracaso se esparce por cada papila, como mandando al cerebro un mensaje claro y preciso: “ya no te levantes, quédate en el suelo, ya lo perdiste”, pero no lo escucha… se levanta…
Corre tras el balón, estira la mano y busca al defensor, su pie quiere al balón, lo necesita, lo pide a gritos, es una extensión de su alma que necesita regresar a su pierna… y las personas en las orillas ya no están sentadas en piedras, junto a charcos de agua, a un costado de rallas de cal o improvisando asientos para no mojarse el trasero, están en tribunas de cemento, con playeras albicelestes; y ya no es el padre del pueblo, ni la madre orgullosa, ya es una nación, una fanaticada global, el mundo viendo como ese muchacho con la 10 en la espalda corre tras el balón…
Y entonces le regresan el balón en medio campo, lo marcan dos, pisa la pelota, arranca por la derecha. Puede tocar para Burruchaga… siempre Maradona… genio, GENIO, GENIO… TÁ, TÁ, TÁ TÁ, TÁ… GOOOOOOL, GOOOOOOL… QUIERO LLORAR, DIOS SANTO, VIVA EL FUTBOL… GOLAAAAAZO… DIEGOOOOOOOL… MARADONAAAAAA… es para llorar, perdónenme… Maradona, en recorrido memorable, en la jugada de todos los tiempos… BARRILETE CÓSMICO, ¿DE QUÉ PLANETA VINISTE PARA DEJAR EN EL CAMINO A TANTO INGLÉS, PARA QUE EL PAÍS SEA UN PUÑO APRETADO GRITANDO POR ARGENTINA?…
Ahora, al final del partido, al final de una vida, al comienzo de una leyenda, ese niño vuelve a las canchas, pero no a esas infestas de dinero, lujos e infectos placeres humanos, sino a esa cancha de lodo de la niñez, pura e inmaculada del paraíso al que van los que mueren comenzando una leyenda, abriendo las puertas a la eternidad, ahora no queda más que terminar con aquella narración del milagro del dios mundano y sucio de Galeano…
“Gracias Dios por el futbol, por Maradona, por estas lágrimas…”